Una síncopa de jazz se ahoga ahora en el silencio. Manotea desesperadamente un chascarrillo para sacar la nariz por la trucha de la trompeta. La soledad astilla el humor. Wimpi llora tal vez una ginebra en un rincón del gran misterio. Las palabras tartamudean penas. Un eclipse de ironías sofoca el alba. La alegría se arrodilla en la tristura. Esconde la sonrisa. Deja escapar una lágrima por una hendija de la luz. El psicoanálisis busca un terapeuta. La filosofía un diván. Borges y Maradona, un calefón. Cuca, Palmira y Ruperta amontonan los chismes en el dolor de la vereda. Tuculandia (“57 problemas por kilómetro cuadrado”) ya lo está extrañando. “No se sabe quién inventó la rueda, pero los palos en la rueda seguro que fue un argentino”. La chabacanería, la procacidad, siguen en el exilio. La inteligencia, el buen gusto, la reflexión, la cultura, han perdido a un cofrade. El humor es cosa seria. Tiene límites: “no se jode con los desaparecidos, la droga o el abuso infantil”. La congoja sacude a un millón de amigos. Satchmo, Billie Holiday, Duke, Bill Evans, Ella Fitzgerald, Miles Davis, Andrea Motis, Joan Chamorro, descalzan un blues en la ausencia. Mercedes Sosa ya lo está meciendo en el regazo de una zamba. Los hermanos Marx lo aguardan con un abrazo de gags, Aretha Franklin le está tejiendo un eco de gospel. La risa está huérfana. Partir con una sonrisa en el corazón es quizás su última broma a la vida. “Vea, amiga, vengo a hacer reír a los inmortales”, le dirá, quizás sentado en una costilla del más allá, Alberto Calliera a la eternidad.